De niño tuve una baja autoestima.
En estos momentos de mi vida no busco
culpables, menos aún victimizarme, pero la verdad es que los responsables de mi
inseguridad fueron mis padres.
Los amo y los llevo en mi corazón por
siempre, pero ellos me educaron como fueron educados: con rigidez, golpes y
maltratos. No niego que también me dieron mucho amor, sobre todo a través de
sus hechos.
Mi niñez tuvo muchos
matices. Uno de ellos fue mi alimentación, que fue buena, ya que mis padres
—sobre todo mi madre— me enseñaron a comer sano y nutritivo: menestras,
vegetales, pescado, carne, leche, vitaminas, controles médicos, etc. Yo era un
niño “gordito”; no llegaba a ser obeso, pero sí tenía sobrepeso, ganándome el
sobrenombre de “Chancho”, como me decían mis hermanos y amigos del barrio.
Cuando jugábamos pelota, yo era el último en ser
elegido, porque era el “gordo”, lento e inútil para los deportes, mientras los
demás eran “estrellas” del fútbol.
Tenía que soportar gritos e insultos cuando perdía
una jugada o cuando me hacían un gol “por culpa mía”.
Fui creciendo, y en quinto año de primaria fui
mejorando en la práctica de deportes. Me di cuenta de que era veloz, pero aun
así no creía en mí ni en mis condiciones físicas, ya que prevalecían los
insultos y atropellos verbales que no me permitían avanzar.
Hasta que, en primero de secundaria, tuve la suerte
de contar con la motivación e inspiración de mi profesor de Educación Física,
el señor Justo Díaz Olivera, quien corría con los que llegábamos entre los
últimos. No importaba si íbamos lentos o si caminábamos: él nos alentaba, nos
motivaba, nos respetaba. Iba junto a sus alumnos “tortugas” y dejaba que las
liebres corrieran como locos.
Un día, mi profesor me dijo que fuera los sábados a
practicar deportes, a correr. Pedí permiso a mis padres, y aunque mi hermano
mayor se oponía —pues me consideraba “inútil” para los deportes—, yo me impuse
y me dieron permiso.
Fueron unos sábados inolvidables del año 1978,
cuando cursaba primero de secundaria.
Ese mismo año, en el que al principio llegaba entre
los últimos al dar varias vueltas a la pista atlética, terminé llegando tercero
entre los cincuenta alumnos que éramos en mi salón.
El profesor Justo cambió mi vida. Me enseñó a amar
la cultura física, a respirar sin agitarme, a tener velocidad y saber correr, a
ayudar al que se cae trotando y parar para socorrerlo, a aprender salto alto,
lanzamiento de bala, hacer gimnasia… pero, sobre todo, me enseñó la pasión por
correr. En segundo lugar, me inculcó el amor por la natación.
Han pasado 47 años desde aquellos hechos, y mantengo
mi pasión por correr, sobre todo al costado del litoral, donde respiro aire
puro, sin smog, y renuevo fuerzas físicas y espirituales para seguir cumpliendo
la misión que tengo en este tour llamado vida.
Desde los 12 años siento pasión por correr. Es parte
de mi estilo de vida, y cuando dejo de hacerlo me siento intranquilo, siento
que me falta vida. Cuando salgo a correr, me siento como un delfín en su
travesía por el océano, o como un ave surcando el cielo azul.
Aún sigo corriendo, pero a mi ritual deportivo le
he agregado oración, acción de gracias y saludo a las personas que sirven a la
comunidad. Cuando veo personas que necesitan de mi mano solidaria, se la
extiendo con amor, como a una ancianita a quien ayudé a cruzar la pista y, a
cambio, me gané un tierno beso en la mejilla y un “gracias hijito, que Dios te
bendiga”.
Les sugiero que salgan a correr, pero tranquilos.
Nada ni nadie debe apurarlos. Deténganse en algún lugar que tenga verdor puro,
elijan su árbol “padre” para abrazarlo y agradecerle, para sentir consuelo
cuando estén tristes, y hacer su envío para ser mejores cada día.
¿Quieren correr conmigo? ¿Me acompañan?
El principal requisito es tener fe en uno mismo,
correr no es solo mover las piernas, es liberar el alma.
Es reconciliarse con el niño que fuimos, abrazar
nuestras heridas y convertirlas en impulso.
Cada paso que damos es una afirmación de que
podemos cambiar, sanar, crecer.
Correr es también detenerse cuando alguien necesita ayuda, es mirar el cielo y
agradecer, es sentir que la vida es la más bella experiencia.
Corre, pero no huyas. Corre para
encontrarte.
Dios los bendice.
Marco Antonio Malca Delgado
Miércoles 20 de agosto del 2025
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